EL MODERNO MUESTRA LA OBRA DE SERGIO DE LOOF: ENTRE EL TRASH Y EL ROCOCÓ

13 de enero, 2020

EL MUSEO MODERNO MUESTRA LA OBRA DE UNO DE LOS ARTISTAS MÁS INFLUYENTES DE LOS 90S. ENTRE EL TRASH Y EL ROCOCÓ

Por Facu Soto

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Es la muestra que puede verse en el Museo Moderno hasta abril del 2020

“El arte no estaba en las galerías, sino en los lugares de encuentro” dijo alguna vez Sergio De Loof. La década de los 90s, fue la última época donde las discos, antes de la irrupción de las tecnologías, funcionaban como lugares de encuentro. En aquella época era un encuentro real, codo a codo con las trans, lxs drogonxs, lxs punks, todxs, sin que los medios hagan sus importantes aportes a la “normalización” de las disidencias (un gran tema para investigar).

Sergio De Loof artista plástico y diseñador fue el que le puso el sello inigualable a El Dorado (y antes al Bar Bolivia), siendo también el ideólogo del concepto de El Moroco, Ave Porco y Caniche.

En la exitosa muestra del artista Sergio De Loof, que puede visitarse hasta abril en el Museo Moderno, puede apreciarse sus diversos intereses puestos en acto: desde la ambientación de bares y boliches porteños, hasta su pasaje como diseñador de moda, donde la propuesta trash se combina con la elegancia de las fotos de la revista Voge francesa, la misma que despedazaba como pétalos de margarita para construir una cortina o un vestido con esas hojas. “Hacer mucho con poco” era uno de sus ideas conceptuales de aquel momento, los 90s, que todavía perduran en su cabeza, aunque ahora pase la mayor parte del tiempo en un cuarto, en la casa de su padre, en zona sur de la provincia de Buenos Aires. De Loof tiene sida y convive con el virus desde hace más de 20 años tomando los retrovirales sin problemas. Mantiene su impronta provocativa, punk y critica como en esos dorados tiempos, aunque ahora cargados con una cuota de paranoia y respuesta inmediata que puede asustar a muchxs; pero no es eso lo que se ve en la muestra, sino su obra, que excede los lienzos y todo lo establecido. Fue el responsable de la creación y ambientación de lugares emblemáticos de la noche durante los años 90 y la programación cultural de esos espacios, así como también diseñador gráfico de la revista Wispe, agenda infaltable en aquellos años para guiarnos en la noche porteña, donde se pueden ver los primeros memes, hechos de forma artesanal por De Loof.

La exposición, curada por Lucrecia Palacios (curadora de Ximena Garrido-Lecca, Juan José Cambre, entre otrxs) permite ver un gran trabajo de producción y reconstrucción de obras que si no fuese por la fuerza y persistencia con la que cuenta el proyecto, probablemente se encontrara perdida. Los videos de la época, de baja calidad, no permiten apreciar la riqueza de su obra, que se ve en el museo y que cuida hasta el más mínimo detalle. La alfombra roja que conduce a la sala está en representación, y es parte de la obra de De Loof, así como las columnas doradas, los almohadones donde unx se puede recostar tranquilamente, a diferencia de otras muestras y museos donde todo está hecho para contemplar y no tocar, en esta muestra se puede tocar e interactuar con los objetos-kitsch que De Loof compraba en el Cotolengo o en Once para después, en otro contexto, darle una impronta post renacentista, post punk, post post post…

Ahora, hagamos una visita guiada por algunos de los lugares donde De Loof dejó su huella imborrable.

EL DORADO

Después de la Bienal de Arte Joven del 89 en el Bar Bolivia (México al 355) Sergio De Loof, dueño del lugar, montaba desfiles bizarros entre las mesas con velas y paredes con ladrillos a la vista. Como a De Loof no le gustaba la onda del Parakultural y lo llamaba lumpen, en Bolivia ofrecía un plato de comida, que podía ser pastel de papá que hacía su mamá o un guiso de lentejas con vino de damajuana. Por allí pasó casi todo el mundo, el lugar era una rareza para la época, desde Alejandro Kuropatwa, Batato Barea, La Noy, Alejandro Urdapilleta hasta Fito Páez. Fue en Bolivia que a De Loof se le ocurrió la idea de hacer algo parecido, pero en un lugar más grande para que la gente pudiera bailar. Así surgió El Salón Dorado, como se lo conoció en sus inicios, con sillones estilo Luis XV y pesados cortinados de pana roja, compradas en el Ejército de Salvación y en Don Orione, con paredes revestidas con recortes de revistas de moda de los años 50; y los desfiles bizarros continuaron. Fue la primera disco que tuvo Drag Queens, que le daban al lugar un glamour propio. La James y Cristian Dior, con maquillaje de juguete y pelucas de Once, brillaban al lado de abogados, punkys y freakys. Otras drags hacían lip sing de Pimpinela en el minúsculo escenario mientras Batato Barea atendía las mesas, yendo y viniendo en patines con la bandeja en la mano y una mini plateada como si fuera una Supersónica. También podía tocar Loch Ness, Amor indio o Lía Crucet. La etapa de esplendor fue en sus comienzos, cuando el lugar se llenaba por “el boca en boca”, hasta que la inauguración del Moroco, en la otra cuadra de Hipólito Yrigoyen y Bernardo de Yrigoyen, hizo que el lugar ya no fuese como el de antes. El lado B de todo ese glamur, que lxs habitués no conocían, fue que lxs empleadxs vivían, comían, baldeaban el piso y también dormían en la disco. Y aunque hoy parezca raro, fue uno de los primeras discos donde no había seguridad en la puerta dictaminando quién entraba y quién no, seleccionando a los clientes por su forma de vestir, su onda o color de piel. En San Francisco Tramway o La France personas negras o con gorritas, onda ska, no podían entrar “porque no era la onda del lugar”. El gorila de seguridad te decía: “Vos sí, pero tu amigo no”.

EL MOROCO

Mantenía en parte la estética trash del Dorado, pero con muchísima más inversión a cargo de Diana Ruibal e Ignacio Cubillas, y con el asesoramiento artístico de Sergio De Loof. Las mayólicas del piso fueron compradas con euros que trajeron de España, de donde también llegó Alaska para hacerse cargo de la glamurosa disco; pero lo bizarro fue que pusieron cerámicas, piezas únicas y de alto valor, pero todas distintas, una al lado de la otra. El cocoliche y lo ecléctico había llegado al sum. En el piso de arriba el DJ pasaba música latina y a veces, cumbia, mientras que en el de abajo rebotaba en las paredes el tecno más oscuro. Alaska, al principio, no estaba segura de lograr algo mejor que El Dorado, pero en cuanto lo abrieron se transformó en un éxito que superó al Dorado, por lo menos en lo comercial; siempre rebalsaba de gente, afuera, mientras que adentro bailaban todxs sudadxs hasta el amanecer. Después, el lugar se llenó de esnob que hacían cualquier cosa por estar en los VIPs, en El Dorado no había, lo más VIP que tenía la cocina y el baño, pero siguió siendo un espacio de mixtura.

AVE PORCO

Con otra impronta, ambientada con una decoración más kitsch y un cerdo con alas colgando del techo, también ecléctico desde la programación y lxs clientes, bajo otra idea-concepto de Sergio De Loof. Quedaba en la calle Corrientes y el público era un poco más lumpen y menos porteño que el de las otras discos, pero nunca faltaron las lentejuelas y las plumas entre lxs curiosxs. Humberto Tortonese y Alejandro Urdapilleta presentaron su espectáculo “Carne de chancha” durante un largo ciclo. Seguían los desfiles bizarros y los tragos fluorescentes. El circuito del que se habla en el documental se cierra con Club Caniche.

Hasta el 26 de abril, 2020

Museo Moderno:

Avenida San Juan 350, San Telmo

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