
LA ESCRITORA TRAVESTI CAMILA SOSA VILLADA ESCRIBE SOBRE LA CUARENTENA EN EL CCK

La actriz y escritora reflexiona sobre el deseo en tiempos de aislamiento
Diarios: registro textual de los tiempos que corren. Cinco escritores: Martín Kohan, Mariana Enriquez, Gabriela Cabezón Cámara, Camila Sosa Villada y Pedro Saborido. Este proyecto del Centro Cultural Kirchner es una forma de resistencia: el pensamiento no se detiene. La pandemia coloca a la humanidad en una situación extraña, un estado de alta velocidad y de estancamiento a la vez que amenaza con superar la capacidad de acción y de reflexión. El aislamiento de los cuerpos no nos deja en soledad.
En el primero de los episodios que firma para este proyecto, la actriz, guionista, directora y dramaturga Camila Sosa Villada reflexiona sobre la intimidad del deseo en tiempos de aislamiento, el efecto de las hormonas y de sus amores esquivos. ¿Qué hacer con el deseo que explota en las habitaciones solitarias?
Episodio 1: Desearás en el desierto. Te masturbarás con dolor
Nunca pensé que la sola amenaza de una cuarentena obligatoria
iba a ponerme tan caliente. Tan sexuada, como finalmente estoy ahora, en celo,
que rajo la tierra, que soy completamente inflamable. Como si hubiera llovido
en el nacimiento de mis hormonas y ríos desbocados descendiesen con violencia a
la vasta extensión de zonas de placer que hay en mi cuerpo. Llevándose a su
paso cualquier barrera de contención, arrancando de raíz toda estructura firme,
todo intento de mesura. Pienso que, si fuera una mujer, estaría en los momentos
previos a una fertilidad indecible, capaz de quedar preñada de a veintenas.
Pero soy travesti y la única vida que soy capaz de gestar es la de mi erótica,
que es un animal radiante, violento y solo.
Alguien soltó el rumor al aire. En el twitter ya lo pedían con el hashtag
#CuarentenaObligatoria. Las esporas volaron de terracita en terracita, saltaron
de balcón en balcón, llegaron a los oídos que tenían que llegar y terminó por
ser cierto. El presidente escuchó al pueblo e hizo un movimiento previsor,
avanzado, se adelantó a algo que podría haber sido terrible. Y ahora estamos en
cuarentena obligatoria, por el bien común. Todas encerradas, calientes como una
pava olvidada al fuego, irascibles, ardientes. Creo que, si nos tocara el dedo
un amante, nos inflaríamos como un pez globo. Y aquí estoy yo, respondiendo a
la prohibición con la lambada de mi sistema endocrinológico. Sola como una
perra.
Y es en este momento de la vida de una travesti en el que te preguntás por qué
fuiste tan mala con los hombres que te quisieron. Por qué no tuviste más
paciencia cuando ellos no supieron, no pudieron o simplemente no desearon. Cómo
es que siempre fuiste la que estrelló el jarrón contra el piso y pidió
explicaciones y dio los portazos y los bloqueó en las redes y se fue sin decir
ni mu y se acordó en la hora de los insultos, de todo su frondoso árbol
genealógico. Por qué no supiste ser mansa, soportar los más y los menos de esos
ejemplares masculinos que se acercaron a tu puerta. Ahora no tendrías este
problema urgente que es las ganas de ser penetrada por un hombre en el silencio
total de la noche en cuarentena. La larga noche en que andás como perdida, sin
guarida. Y a las cuatro de la mañana se te da por despertar, lista para hacerte
el desayuno, fritar el huevo, cortar la fruta y mezclarla con yogurt, hacer el
café y tostar el pan negro, ese bocado primario y único en el que basaste
durante tantos años tu alimentación. La quietud del afuera, lo prohibido del
contacto y el tráfico de virus de beso a beso, de sexo a sexo, de roce a roce.
Ahora te acordás de que hay un dios y extrañás a los hombres que te amaron con
esa tristeza de ser hombres y no saber cómo se desea, ahora recordás lo bien
que se estaba entre sus piernas, debajo o encima de ellos, jugando esos juegos
perversos donde todo se hacía a partir de un no. No me gusta, no quiero, no
entres, lo hacés mal, no lo hago bien, no te gusto, no no no. O ese otro juego
en que los esperabas desnuda en la cama minuciosamente descuidada, con la
paciencia de quien sabe que solo cogiendo puede obtenerse algo del amor. Ya no
hay nada que hacer. Quien siembra vientos cosecha tempestades, decía Vinicius,
y vos, querida amiga, vos fuiste capaz de pasar entre los surcos repartiendo la
semilla de tu disconformidad, tu andar díscolo, tu resentimiento sabor frutos
del bosque en el corazón de los pakis que quisiste y te quisieron. ¡Oh bien
sabe el cielo cuánto te han querido! Tampoco tuviste lucidez para seducir a un
vecino. Siempre huyendo de la mirada, siempre con los auriculares puestos y ese
tema de Shakira, Im a addicted to you que
tanto te gusta, que taaaan fuego te parece, sonando en tus orejas para aislarte
de todos. Sin dar una sonrisa al tipejo del séptimo, que se ve bien con sus
shorts de basquetbolista que prácticamente ponen en bandeja la brasa roja de su
bulto, pero no. Podrías salir a repartir papelitos bajo las puertas de tus
vecinos: estoy en cuarentena y no tengo estrógeno. Puta por noche. Me ofrezco
para sexo sin palabras hasta que pase el aislamiento. Pero la cuarentena
también ha despertado a los demonios de la denuncia, de los que acusan. Hoy
parece que todos somos enemigos de todos. Así es que mejor dejar los anuncios
clasificados analógicos para otro momento del año.
Esto es para que aprendas que hay que tener aceitado el juego de la seducción
porque nunca se sabe cuándo habrá una pandemia, o un apocalipsis now. Y acá no
hay compañeros para jugar al amor desde la mañana a la noche. Aunque,
pensándolo bien, ¿a quién soportarías? ¿Con quién hubieras soportado tres días
de aislamiento obligatorio? No, si lo mejor que pudo pasarte es haberte quedado
encerrada con vos misma. Vos tu mejor novia, tu mejor cita, quien mejor te
cocina y entiende los tiempos con que regulás la vida. Vos, que sos la persona
con la que más caliente estás sobre la tierra. Solo te falta poder penetrarte a
vos misma y habrás de olvidarte de estos lamentos de bestia alzada que nadie
visita.
La
cobardía es una armadura de oro
No hay posibilidad ahora de transgredir la prohibición, ningún amante podrá
trepar por las laderas del edificio y colarse por mi ventana siempre abierta.
Además, en el caso de que exista la propuesta, son todos unos cobardes. Se
ataviaron con esa armadura de oro que es su cobardía. No cavarían un túnel para
llegar a mi departamento. No. Imagínense, ni con Ley de Identidad de Género, ni
con lo mal visto que está discriminar, nunca pudieron invitarme a tomar un
trago por ahí o a una reunión con amigos. Es más, a veces tienen temor de decir
cosas bonitas: cómo estás Camila, qué lindo tenés el pelo hoy, pero qué
redondel el de tus nalgas, que son como la Tierra, redondas y llenas de agua.
Feliz cumpleaños Camila. Ni siquiera eso pueden decir. Menos rescatarme de este
incendio de reprobable origen que me avergüenza. Porque a veces una siente
vergüenza de estar así, en modo atorranta. Dirán que no valgo el riesgo de mis
amantes. Pobres de ustedes. Valgo cada célula de mi cuerpo en oro. Pero solo yo
lo sé y no es obligación de ustedes saberlo. Y lo que también sé, y estoy la
mar de triste por saberlo, es que ningún muchacho cruzará la ciudad huyendo de
la mirada de la gendarmería que patrulla las calles para entrar a mi
departamento y encontrarme oferente, con la cola en ristre apuntando a la
puerta, porque lo importante es que no perdamos el tiempo. Dirán que estoy
haciendo apología de traición a la Cuarentena. Pero si hace 16 días que salgo a
la calle solo a comprar comida, dos veces por semana. Es mi pensamiento que
acaricia la idea de un riesgo, que es algo que muy pocas veces los amantes
toman por una chica como yo.
Mi madre se ríe y me advierte:
—¿Pero tan caliente vas a estar, hija? Cuando Pepito se fue estuviste diez
meses sin coger.
—Pero no me lo prohibía nadie.
—Sí, te lo prohibías vos misma.
—Me prohibía contaminar la escena del crimen, má. No quería que se contaminara
esa historia de amor.
—Bueno, va una semana. Aguantá que queda menos. Lo único que falta es que te
pegues el Coronavirus por andar recibiendo amantes.
—No digo que lo vaya a hacer. Digo que lo deseo.
—Ves, lo hubieras cuidado a Rigonatto y ahora no estarías solita ahí en el
depto.
Y ahí está ¿Ven? Si hubiera cuidado mejor a los hombres que me quisieron. Tan
frágiles ellos. Y luego también está el hecho de que la gente siempre se toma
la verbalización de un deseo como una amenaza de acción. Por ejemplo, mi mamá
pensando que quería violar la cuarentena ya hizo todo el escándalo. Que si caía
presa, que qué le iba a decir a mi papá, que detenida la iba a pasar mal, que
si no aprendí nada. Más o menos como cuando una dice en tuiter que extraña el
gimnasio o salir a correr, ahora mismo que no se puede. Ya empiezan con su
dedito acusador a tipear en sus celulares que nos quedemos en nuestras casas,
que no seamos estúpidos. Que el orden de prioridades y esas cosas. Como si una
no lo supiera. Como si una no fuera una buena ciudadana. Como si una no fuera
una mujer civilizada y caliente que intenta dilucidar en el lenguaje lo que no
se puede en la carne.
Paradojas
del encierro
Tengo por vecina a una pareja de veinteañeros gays que se mudaron el verano.
Son, como todo veinteañero que se precie, ruidosos y torpes. Extremadamente
torpes para vivir. Además viven de noche, por lo que muchas veces me despierto
con algún portazo que suena como si viniera de otro mundo. Con correteadas,
golpes y risas. También vidrios que se estrellan contra el piso y una gatita
minúscula y zaparrastrosa que siempre se les escapa y orina en cualquier lugar
del edificio. Cuando se decretó la cuarentena, pensé que continuarían con el
ritmo frenético de su amor que me despertaba de un salto a veces a la mitad de
la noche sin saber si estaban golpeando a una mujer o eran los gritos de
éxtasis de un marica.
Me equivocaba. Los escucho dar portazos, romper vidrios, reír y escuchar
reggaetón a todo lo que sus parlantes les permiten. También los escuché pelearse
creo que a los golpes. Y luego, discutir discutir y discutir a los gritos como
los peores enemigos del mundo.
Entre el silencio de la reclusión y la vecindad contigua, durante la
cuarentena, solo escuché a una pareja pelearse hasta el cansancio.
No hay mal que por bien no venga (esto, por supuesto, es mentira). El tiempo
como una película iraní, como una película de Kurosawa o una canción de
Lisandro Aristimuño. Ya no hay más hora de almorzar, ni de despertar, ni de
dormir. Ni horarios o días para beber. Ni días para permitirse las harinas o
los postres. Ni tardes ni mañana. Otro tiempo.
Por las noches, como nunca, las sábanas me arden. De día los vestidos me
asfixian. Me despierto por las mañanas como un cable pelado, a los chispazos,
más eléctrica que nunca, conductora de la electricidad incluso mejor que el
agua y el oro. Hacía tiempo que no pasaba períodos de excitación tan
prolongados a lo largo del día. Ya saben, la mar de hormonas, ese animalito
llamado estrógeno. De pronto, mi sexualidad se puso lenta y remolona, como un
gatito que ha jugado mucho por hoy. Y ahora, en cuarentena, sin acetato de
ciproterona y sin el gel de estrógeno, todo el cuerpo pone a andar una
maquinaria olvidada desde hacía muchos años. El cuerpo dispuesto al contacto, a
la penetración y a la lengua. Esa urgencia de nalga que me sucedía a los
veinte. Desde la mañana comenzaba a planear qué iba a almorzar y con quién iba
a coger. Por suerte, la endocrinología se puso de mi parte y ya dejé de estar
en el caldo del sexo. Gracias al bloqueador de testosterona. ¿Se imaginan,
tener que gestionar un amante todos los días, a esta altura del partido? No
imagino pesadilla peor.
Y sin embargo, aquí estoy en Oniria Caliente e Insaciable, elaborando las cien
maneras de masturbarse con un dildo, las cien poses para jugar con
consoladores. Comencé a seguir a todos los galanes musculosos que me cruzo en
el Instagram y cambio las sábanas cada cuatro o cinco días porque terminan
hechas la mar triste con el temita de los aceites y los lubricantes.
Episodio 2: La cárcel de las pieles
Atravieso la cuarentena haciendo un duelo. Extraño a un hombre
en particular, al que amé de una manera desesperada, inquieta y sin sosiego. Un
apasionamiento muy elemental, algo que buscaba mi cuerpo, como si estuviéramos
imantados y constantemente una fuerza que nos venía de ahí abajo nos uniera con
sencillez y ternura. Un hombre, al que por supuesto, antes de la cuarentena, le
dije que me aburría, que tenía menos operaciones abstractas que una minipimer,
que era un machista y que me daba rabia acostarme con él. Terminamos la
historia como dos enemigos y ya no volvimos a vernos. Y ahora estoy que cuando
lo pienso, me dan ganas de ir a cantarle una serenata.
“Volvemos al departamento. Somos amantes. No podemos dejar de amarnos”, dice
Marguerite Duras en El amante.
Con este tipo en particular, al que eventualmente llamaré Perro, no podemos
dejar de querernos. No sé estar sin su cuerpo. Es como una ausencia palpable,
me atraviesa como una segunda columna vertebral. Lo quiero mucho aun estando
separados y esta cuarentena me encuentra recordando la fórmula que se quebró,
el fallo en el dispositivo con que se interrumpió nuestra gran vida sexual.
Oigan: un poema, el sexo con el Perro. Era la única cosa que nos salía bien, y
eso, hay que decirlo, a veces. Por lo general, estando borrachos era cuando
mejor nos iba. Oh, la textura del interior de sus piernas, las piernas más
bonitas que estrangularon mi talle, el saber que nos conocíamos de tal modo que
continuábamos haciendo el amor incluso sin vernos, incluso en las muchas
cuarentenas que le impuse cuando me dieron ganas de romperlo todo. Este punto
es importante: se es amante del otro incluso mucho después que la historia
termina. El cuerpo sigue haciendo, macerando, cocinando, hirviendo los detalles
del amor, aunque no esté. Aunque haya terminado para siempre.
Nos sucedió lo previsible y nuestras procedencias nunca terminaron de amarse,
algo muy común, varón y travesti, niño rico y niña pobre, machista y feminista,
positivista y tarada. Y luego el arte para hacer daño, ya saben, los hombres
fisuran, las travestis rompemos en pedazos. Así terminamos, yo con las
cicatrices que hicieron sus intervenciones, finas como un bisturí, y él
completamente perdido en mi relato destrozado. Como cuando los manuscritos se
mezclan y una no le puso número a las páginas.
Largas noches ocupamos nuestras manos y nuestras bocas en aprender que el
cuerpo del otro es siempre nuevo, territorio virgen, que nunca es un cuerpo del
que pueda saberse algo. Y él lo demostró bien, cada día lo hizo mejor. Entró a
mi cuarto de pensión, siendo los dos muy jóvenes, tan recientes en todo que
parecía mentira que una historia de amor pudiera prolongarse por tantos años.
Me conoció desde ese punto en adelante. Me vio cambiar, embellecer, engordar,
cortarme el flequillo sola. Me vio afearme, educarme y decepcionarme de todo.
Me vio pobre como una rata, con hambre, sin paz. Me acompañó en el cambio, en
el triunfo, mi pobre triunfo pasajero como dice el gotán. Y estuvo conmigo
recientemente, cuando la vida se puso interesante para mí y volví a saberme
hermosa. No fue involuntario. Hice un espectáculo musical en el que recuperé mi
belleza: Misa
Negra. El jazz me devolvió la prestancia de mi sangre afroamerindia
(los millennials coronan este tipo de frases con una expresión maravillosa:
ahre).
A veces se ponía perfume y la piel de su cuello se ponía amarga y sentía que la
misma naturaleza de sus células me advertía sobre la amargura que glaseaba su
cuerpo: era todo lo paki que podía ser un hombre. Y yo lo amaba por eso, no me
voy a andar callando en tiempos de cuarentena. ¿Se imaginan qué ejemplar de
farsante si dijera que no amaba eso de él? Me calentaba su brutalidad para
opinar sobre asuntos demasiado espinosos, el movimiento con que sintetizaba
cualquier imprevisto, cualquier fuga. La noche entre sus brazos, oliendo el
sándalo que había quedado de su sudor y el mío, el muro de piedras que era su
pecho, su espalda, y el perfil terriblemente joven que me brindaban algunas
posiciones, algunos de nuestros pasos de danza, la joya de nuestra privada
ceremonia de apareamiento. Un poco avergonzados el uno del otro, él porque soy
travesti, yo porque él es un machista. Pero no hay nada más familiar que la
vergüenza. Tan común es la comedita que montamos alrededor de un vínculo tan
fresco, tan urgente, como la tarde de nuestros cuerpos abiertos de par en par,
una brecha de tribus, de procedencias muy distintas, donde inventamos nuestro
contrato. La tarde de su pija y mi pija una contra la otra, con la mirada
feroz, con ganas de que nunca termine. Nuestras miradas, en algún momento de la
historia, se pusieron palpitantes de sabiduría. Habíamos adquirido un
conocimiento como ese. No necesitábamos un noviazgo, ni excusas para vernos o
para dejar de vernos, no queríamos hijos ni andar cruzando familias para que se
conozcan y eso. Podíamos vivir nuestro amor de la manera más sencilla: alguien
se encargaba del alcohol y poníamos la hora. Y él, bendito sea él, era siempre
puntual.
Cómo no extrañarlo ahora que apenas cruzo palabras con mi tocaya en la despensa
y mi amiga de la panadería. Con decir que fui al supermercado y nos retaron a
la cajera y a mí, porque nos quedamos conversando y riéndonos de la actitud
corporal de la gente, que andaba como avergonzada entre las góndolas.
Si este no es un momento para meterse a las aguas de la saudade, entonces me
gustaría que dijeran cuándo es pertinente ponerse triste por un amor que no
encuentra espacio, cuándo es oportuno detenerse a recordar la superficie de un
pecho y también el interior de una boca. Cuándo podría estar con el maquillaje
corrido, lágrimas de rímel surcando mis pómulos de Machi, llorando por ese
hombre al que llegué como después de un viaje, como un imprevisto en sus
planes, como el domingo siete en su derrotero amoroso, yo que traía un mensaje
dentro de mí, tras las fronteras del culo, a las que solo se accede si sos un
paki como este: limpio, educado, con un cuerpo hecho de piedra caliza, alguien
tan peligroso como él, un muchacho que solo puede hacer las cosas bien.
Es el único nombre que se me viene a la cabeza cuando imagino con quién podría
pasar estos días de animal de la sabana durante un eclipse. No saber si salir a
cazar, a matar, a roer los cadáveres que otros mataron, si echarse a dormir o
buscar un lugar donde esperar que un amor nos salve.
Solo con el Perro me hubiera dispuesto a atravesar un infierno A
puertas cerradas.
La
primera reclusión
Lo primero que pensé luego de que el Presidente nos dijera a las argentinas que
nos quedáramos en casa fue que todo este temita del encierro era pan comido.
Fanfarroneaba por teléfono con mis amigas y decía: a mí esta cuarentena me hace
los mandados. Y aseguraba que iba a cuidarme en las comidas y entrenar como si
estuviera en el gimnasio y permanecería tranquila. No era la soledad o no
interactuar con los demás lo que me preocupaba. Dije: con todo lo que tengo
para pensar, ahora me dan el tiempo para hacerlo. Qué suerte.
¿Por qué estaba tan confiada? Porque las travestis de mi generación, y las
anteriores aún más, conocemos el encierro y no solo el que se sella con una
puerta con llave sino el que nos condenó a llevar a esta travesti que somos
encerrada dentro nuestro por años.
Es sabido que para las travestis la reclusión tuvo muy pocos permisos, muy
pocas rajaduras por donde pasar la mano para tocar el sol. Se vivía en
hotelitos y pensiones, las más suertudas en casas o departamentos, y las más
suertudas todavía en casas donde solo vivían travestis. Pero, donde sea que
fuese, recluidas del mundo que nos tocó vivir desde que manifestamos la
maravilla. Se salía poco y casi siempre de noche. Directamente a la esquina, al
coche, al Parque, al Mercado, con un trayecto marcado por las zonas seguras,
que eran las zonas de oscuridad. Las zonas donde la identidad se difuminaba y
quedaba la figura impresionista, el chispazo del color, que no es otra cosa que
el aura que tanto le gusta mencionar a los spirituals argentinos al palo. La
pensión donde viví toda mi odisea era como una cárcel, y salir a la calle tenía
un tufillo a estarse escapando de algo. Las vecinas registraban, oh, claro que
registraban las muy sucias, que yo salía de día como una anormalidad de su pensamiento,
una falla en su registro del mundo travesti: TRAVESTI, NO SALGAS DE DÍA. NO
CONFUNDAS A LAS SEÑORAS. Así que el paso era rápido, el pelo en la cara como un
emo tardío, lentes de sol, ropa muy discreta, andrógina y sí, deme un cuarto de
pan negro y me llevo una cajita de mate cocido. Gracias. Y volver rápido casi
sin despegar el mentón del pecho, para que nadie sepa, ni los ángeles del
infierno siquiera, que me había escapado de mi prisión. Cuarto antiguo, ventana
alta, balconcito de hierro, puerta con vidrios, la pared donde se apoyaba la
cama, de un anaranjado desesperación, el espacio bien cargado para que la vista
no se aburra nunca.
Y ahora mismo, mientras escribo, la María Belén Correa me comenta en un post de
Facebook que esto era lo natural para las travas. Nuestra casa era lo natural,
como era tan natural que te murieras allá afuera, porque el afuera era un nido
de espinas al que algunas veces queríamos volver sin ninguna herida. Volver a
ocupar los días, los lugares comunes, las paradas de los colectivos y las
cartas en los restaurantes. Pero eso, cariño mío, no sucedía casi nunca. Y
salir a la calle en ese entonces me recuerda a los repartidores de Rappi y
Glovo, ahí afuera, andando en bicicleta o en moto, buscando ese mango que te
haga morfar o comprar un perfume. No importa qué. Lo que importa es que hay
virus que las travestis llevamos escritos en el cuerpo y son los que finalmente
confinaban nuestra belleza a los cuartitos que eran como úteros, matrices,
placenta fucsia, fotitos siempre pegadas en las paredes, para que la Lemebel
escriba, para que escriba la noche la memoria de lo que fue testigo. Nuestro
salir a la calle, bañadas hasta la última gota en luz de luna y a este virus no
lo traían de Europa, eh, no era este montón de ricachones que se fue al Viejo
Mundo y al volver no hizo cuarentena porque le pareció que era justo ocuparlo
todo. Hasta la salud de los que no la comieron ni bebieron. El virus éramos
nosotras, testigas desde siempre de cómo la ciudad se vaciaba a determinada hora
de la noche y, como quien dice, no andaba un alma por ahí, salvo las nuestras.
Las de las travestis que teníamos permitido abandonar la cuarentena de años
solo si era de noche y para vender la muñeca, como dice la Claudia Rodríguez.
Púber
carcelaria
Y antes del encierro de las travestis hubo un confinamiento más severo. Durante
un mes. Un mes duró el castigo que impuso Don Sosa a mi terrible y traidor
pecado de travestismo. Teníamos unas cortinas raídas que un gringo de mano
generosa para las sobras le había regalado a mi papá.
La tela de estas cortinas viejas era bellísima. Paño auténtico color obispo,
color verde aceituna o mierda de moribundo, pero me parecía deslumbrante. Al
ver que ni mi mamá ni mi papá le prestaban atención, ocupados en cosas más
útiles que rescatar de esos regalos, contemplé la falda que iba a coserme a
mano. La combinaría con tiras arrancadas de unas cortinas espantosas color
mostaza con olor a insecticida y años de apelmazarse en la pobreza. Esperé que
a mis padres se les fuera el interés por las cajas de sobras que les habían
regalado y rescaté el paño verde. Y me cosí la falda, claro que la cosí. Con
las puntadas a mano tan delicadas como un camino de hormigas. Cuidando cada
detalle, pinzando aquí y tajeando allá. Porque el secreto en vestirse era que
nunca se sepa si la prenda vestía o desnudaba. Y la terminé durante la ausencia
de papá y mamá, así de simple, tan claro ahora cómo es en la ausencia de los
padres que la vida se inventa.
Estaba probándome la falda absorta en mi propia hermosura. No escuché a mi papá
volver. O volvió a pie y no en la catramina ruidosa que él amaba. Abrió la
puerta del monoambiente donde vivíamos en ese momento y me pescó con la falda
de puttana puesta, ajustando las tiras doradas para que se ciñera a mi cintura
y marcara mi cola. La cola que muchos años después pagaría mi alquiler. Ese día
mi papá no solo se topó con el pecado de mi travestismo. Se topó con mi cuerpo
y eso fue, tal vez, lo más terrible que pudo sucederle a un hombre como él. Ver
que su hijo maricón tenía un cuerpo y que en nada se parecía a lo que
imaginaba. No era el flacucho bajo los pantalones sueltos que usaba para
disimular las nalgas redondas, como el hijo de Pilar Ternera, no era el
muchachito blando con esas remerotas enormes para que la cintura no revelara un
talle tan fino, como un lirio pardo, hijo directo de la sangre de su esposa. No
¡Era una travesti nalgona, ni más ni menos!
Contra todos los terrores que me atravesaron cuando nuestras miradas se
encontraron, esta vez no me golpeó. Ya se sabía cómo montaba él su acto de papá
severo que manejaba a sus hijos con los ojos y un gesto fruncido que le venía
de su eterno mal humor. Arremetía contra mí, sin importarle dónde golpeaba o
cómo. Pienso que era un tipo con suerte, porque nunca dio un golpe que tuviera
consecuencias graves. Las marcas del cintazo o el rebencazo. Pero nada más.
Esta vez no reaccionó así. Yo estaba congelada esperando la catarata de
puñetes, pero nada de eso sucedió. Se avergonzó conmovedoramente. Se ruborizó
don Sosa en señal de humanidad. Pero, para no pegarme, me encerró un mes
completo en el monoambiente, sin poder salir más que a hacer las tareas que,
desde que el mundo era mundo, él me dejaba para que yo cumpliese. Cosas de
varoncito que había que hacer en la casa, más las cosas de señorita, porque le
gustaba tener la mano de obra sin género.
De modo que, durante un largo mes, estuve encerrada escribiendo cartas a mi
mejor amiga de aquel entonces, ya lo he contado antes, en El
Viaje Inútil. El asunto literario aquel de escribir cartas desde el
pabellón de los hijos maricones.
Y cada noche la misma cantinela entre papá y mamá:
—Esta es una traición y vos sos la culpable.
—Si alguna culpa tengo es en haberlo querido al chico.
—Querido es una cosa, pero apañarle las mariconadas no. Te lo pedí al muchacho
para hacerlo hombre, para llevarlo al campo, para llevarlo de putas y vos
siempre protegiéndolo debajo de las polleras tuyas. Toda la vida te la pasaste
haciéndome la contra.
—No me podés culpar de todo lo malo que pasa en esta casa. Vos también tenés
responsabilidad en eso.
—¿Estuvo viendo el desfile de Giordano anoche? No va a ver más televisión.
¿Quién le presta los vestidos?
—No sé, Omar, no sé quién le presta la ropa.
—Vos nunca sabés nada. Se va a quedar encerrau acá hasta que aprenda. Y vos
también vas a aprender, mierda.
—¿Qué tengo que aprender yo?
—A no hacerlo más maricón de lo que ya es.
Y luego cumplí mi condena sin chistar. Rumiando la perla de mi saliva, que era
amarga y sabía que todo era una injusticia.
Un mes entero de mi adolescencia enclaustrada dentro de mi familia, de esa casa
por la que habíamos trabajado tanto. Alguna vez una amiga dijo algo así como:
fue una privación ilegítima de la libertad. A veces creo que sí, ¿no es verdad?
Pero ni el padre que castiga ni el hijo que peca tienen cómo saber que ese
castigo es un abuso. Al hijo le alcanza con que el padre no golpee. Que no le
dé puñetazos, que es el clásico de ese hombre enfurecido de decepción, de asco por
el hijo marica. Inventa un nuevo castigo, no menos cruel, pero que figura como
una anomalía en la cruedad. Un mes entero de reclusión contra mi voluntad por
tener un cuerpo y haberme atrevido a cruzar un rubor en las mejillas de don
Sosa.
Mi mamá me decía:
—Ya te vas a poder ir a Córdoba a estudiar y a vivir tu vida, hijo. Aguantá.
Yo cerraba los ojos con una bronca, no se imaginan las rabietas que tomaba en
mi adolescencia. Le reclamaba:
—¿Por qué no me defendiste? ¿Por qué le permitiste que me encerrara?
—No puedo hacer nada. Me tiene completamente dominada. Pero se le va a acabar,
hijo. Algún día se va a acabar esta injusticia.
Iba al baño a fumar y escuchaba cómo sorbía los mocos. Salía de ahí, odiándome
profundamente. Ella podía salir. Me dejaban largas horas sola.
Por esto fanfarroneé que a mí la cuarentena me hacía los mandados. Qué podría
importar ahora la cuarentena obligatoria. Si ha sido familiar desde siempre el
espacio prohibido y el tacto castigado. Estar lejos de los otros, no poder
besar, no poder cruzar de una vereda a otra, a cualquier hora, por miedo a
recibir insultos, humillaciones en bisílabos… Diré que me alegra que esta
experiencia del miedo al afuera sea común a todos. Me alegra ahora que todos se
queden en sus casas sintiendo que el planeta los llama, que las estrellas los
convocan, que los cuerpos siguen siendo deseables. Me regocijo en verlos ahora
recurrir a algo tan barato como un barbijo para tener algo de tranquilidad.
Teman a la muerte y al otro. Esto es lo que las travestis conocemos desde el
principio. Pura cárcel, de hierro, de palabras y de pieles.
Acerca de Camila Sosa Villada
Camila Sosa Villada es actriz, guionista, directora y dramaturga. Nació en Córdoba, y estudió Comunicación y Teatro en la Universidad Nacional de esa ciudad. Comenzó su carrera como actriz en 2009, año en que fue reconocida internacionalmente por el biodrama Carnes Tolendas, retrato escénico de un travesti, en el cual sintetizó la actuación, la poesía de Federico García Lorca y su condición de travesti. Más tarde protagonizó El errante, los sueños del centauro, de Jorge Villegas (2010); El bello indiferente, de Jean Cocteau, dirigida por Javier Van de Couter (2014); Los ríos del olvido y Despierta Corazón Dormido / Frida (2015) y El cabaret de la Difunta Correa (2017). Sus performances le valieron numerosos reconocimientos como actriz en todo el país. También protagonizó Llórame un río, obra de género biográfico enfocada en Tita Merello y Billie Holiday; el documental Camila, de la directora Norma Fernández; la película Mía, de Javier Van de Couter; y la miniserie La viuda de Rafael. Colaboró como guionista en las miniseries La Celebración y Fruta Extraña. Como escritora publicó el poemario La novia de Sandro (2015), la autobiografía El viaje inútil (2018) y las novelas Las malas y Tesis sobre la domesticación (2019).