EL CORONAVIRUS, ARGENTINA Y LA COMPRESIÓN DEL TIEMPO

6 de junio, 2020

He sido invitado a reflexionar sobre una cuestión que, a primera vista, parece de abordaje imposible: la Argentina a la salida de la pandemia. Agradezco profundamente la gentileza, así como la oportunidad de tomar parte en diálogos difíciles y necesarios.

        Creo que hay tres enfoques politológicos relevantes – porque es en ese plano, el propiamente político, que mantendré mi análisis – para pensar la cuestión. Desde luego no son los únicos posibles, pero son los que hoy por hoy encuentro más útiles.

        El primero se relaciona con la presentación real del fenómeno en nuestras vidas: en este caso, la pandemia. Me refiero, por supuesto, a su inmenso poder destructivo, tanto el ya manifestado como el potencial –morbilidad y deterioro económico-, y todos los efectos sociales consecuentes. Aunque no estamos en condiciones, a la fecha (primeros días de abril de 2020), de precisar el daño, sabemos que está siendo y será grande. Esto me permite evocar análisis clásicos sobre la decadencia de las naciones y las condiciones de superación de la misma. 

        La Argentina es una nación en declinación desde hace, al menos, 45 años. Ha retrocedido económica y socialmente tanto en términos relativos como absolutos. No compro el discurso “decadentista” y no tengo intención de endilgar a nadie esta trayectoria colectiva periclitante. La observación de algunos ejemplos históricos, de países que han conseguido revertir dramáticamente una declinación de largo plazo, identifica en la trayectoria algún punto de inflexión: una crisis abismal, una catástrofe, que desarticula las redes económicas, sociales y políticas conservadoras beneficiarias y reproductoras de la declinación, fijando, digamos de golpe, nuevos incentivos, que hacen posible la prosperidad y una mayor inclusión social. ¿Se podría pensar que la pandemia ofrecería a la Argentina una experiencia análoga? Lamentablemente parece muy difícil, aunque la posibilidad no puede ser descartada de antemano. El problema es que nuestro país tiene una experiencia de situaciones críticas que han arrojado una y otra vez resultados conservadores. Lejos de alterar los incentivos en una dirección que apunte a la prosperidad y la inclusión, las crisis han reforzado las posiciones conservadoras, corporativas, económicas y políticas. Los sectores cuyos intereses están ligados al viejo orden en declinación, y que persiste y se refuerza a lo largo de sucesivos gobiernos, logran frenar o vetar cualquier intento de cambio modernizador. Mientras escribimos estas líneas, sólo para dar un ejemplo, somos testigos de un episodio turbio relacionado a las compras del sector público a precios muy superiores a los estipulados por el propio sector público, episodio cuyo desenlace todavía está pendiente. Pero, en suma, desde este ángulo no hay motivos para contemplar con optimismo el escenario posterior a la pandemia. La posibilidad de que una vez más, el resultado de la crisis sea el refuerzo de los incentivos, para los agentes económicos y sociales, que nos empujen hacia una mayor declinación, es muy alta.

        De cualquier modo, este enfoque –el impacto transformador de una mega destrucción– reconoce una variante leve, y quizás más prometedora: las ventanas de oportunidad que pueden abrir las crisis. No hace falta prestar una excesiva atención para percibir –por ejemplo– un incremento importante de las expectativas públicas sobre roles de agentes clave, como el propio estado, las agencias formuladoras de políticas sociales, etc. Crisis como la presente le abren, en teoría, la ventana a vientos favorables a la reformulación de las políticas sociales (por ejemplo, ¿qué se puede decir sobre cómo está organizado el sistema de salud?), así como a los impulsos por el “fortalecimiento de las instituciones estatales”, por lo menos en la retórica, y con más suerte en el debate. Pero, ¿podemos pensar que tendremos algo concreto? ¿Un efectivo progreso al respecto? Para que así fuera, tendría que establecerse una sinergia, y no un juego de suma cero, entre el Estado, el capitalismo y el mercado. Somos algo pesimistas sobre el punto. ¿Qué coalición se creará, diferente a la conservadora? ¿Habrá recolocación de incentivos, un progresismo tributario que no castigue la inversión, que no sea pasto de la apropiación privada y pública de rentas, y que deje atrás las distorsiones del federalismo rentístico argentino? Tampoco aquí la experiencia pasada es promisoria. Aunque no pueden descartarse innovaciones, por un lado porque la demanda social por mejores y menos costosas políticas tenderá a fortalecerse a lo largo de la evolución de la pandemia (el reclamo contra los “costos de la política”, por muy aparatoso que haya sido, es significativo), y por otro lado porque hoy comienza a configurarse claramente, en la sociedad argentina, una agenda de modernización capitalista que no es neoliberal y que, al mismo tiempo, pone fichas a la competitividad y a la productividad. Entonces, en este caso la crisis puede rendir sus frutos: porque en alguna medida la destrucción –que no es deseada sensatamente por nadie– puede ser destrucción creativa.

        De cualquier modo, no cabe duda de que el uso, consciente o no, de una crisis para hacer agenda (para lograr que la agenda pública y la agenda política den mayor relevancia a las cosas que nos importan) va a ser una arena de disputa. La retórica de que la crisis es una oportunidad para los grandes cambios que deseamos está en todas partes. Se atribuye, por caso, “la aparición de gran parte de estos virus a la destrucción del hábitat de especies silvestres para plantar monocultivos a gran escala”. Arrimar agua para el propio molino es un recurso del debate democrático. Pero, en el fondo, lo que pueda hacerse o no, no va a depender solamente de los recursos que se empleen en el debate sino de la propia acción política en todas sus dimensiones. Lo que nos lleva al siguiente punto.

        El segundo de los enfoques alude directamente a la gestión política y al poder. Se trata de la relación entre decisionismo (o aún más dramáticamente, para algunos autores, de estado de excepción) y democracia. La primera formulación podría ser muy simple: la “invención” de una epidemia puede ofrecer una coartada ideal para ampliar los procedimientos de excepción más allá de cualquier límite. Así, en esta clave, la clave del pretexto, ha sido formulado el problema por algunos intelectuales públicos. Puede considerarse que lejos de tratarse de un pretexto, la concentración decisionista del poder es, en determinados casos, una necesidad, un imperativo. Examinemos el tema en perspectiva histórica, de memoria. La dictadura era uno de los institutos políticos fundamentales de la república romana; pero destaquemos dos de sus rasgos claves: primero, su carácter extraordinario, que hacía de ella un cambio transitorio de régimen. No estamos hablando de las circunstancias extraordinarias, sino de su naturaleza institucional extraordinaria –tanto es así, que por lo general quien la encarnaba era alguien que no pertenecía al mundo de la política y del poder en ese momento-, este es por lo menos el mito del dictador clásico: Cincinato. El dictador era buscado fuera del mundo ordinario de la política y se suponía que, finalizado el trance dictatorial, volvería a irse de él. Y el otro rasgo es la titularidad de la soberanía: el sujeto que encarnaba la dictadura no se podía instituir a sí mismo como dictador. Como es archiconocido, soberano, en el clarividente análisis de Carl Schmitt, es quien puede instituir el estado de excepción. Bueno, la dictadura romana no llegaba a tanto, pero es lo mismo: el soberano era el senado, era el senado quien podía establecerla. En los tiempos modernos, esto ha cambiado tranquilizadora e inquietantemente. Tranquilizadoramente porque se produjo una escisión razonablemente firme y estable entre dictadura y democracia. Esta escisión “protege” derechos, porque el instituto decisionista ya no es la dictadura, sino que tiene lugar en un marco democrático representativo, por encima de ciudadanos que no dejan de ser tales. Pero al mismo tiempo es inquietante porque ha dejado de ser extraordinario –para adquirir una condición casi rutinaria en la gestión de gobierno– y el soberano ha dejado de ser exterior al titular del gobierno excepcional, siendo que el jefe del ejecutivo puede investirse a sí mismo de la potestad decisionista. Pero todo esto es lo que ya viene sucediendo en muchos regímenes democráticos y entre ellos el argentino. ¿Cuál es o será el impacto de la presente crisis? El gran peligro, sin dudas, es que se normalice más aún, se habitualice, rutinice, más aún, el gobierno decisionista. Una parte importante del personal político estará encantado con este resultado. Pero será muy malo a largo plazo, no solamente para la república y la ciudadanía, sino también para el desenvolvimiento indispensable de una economía próspera. No hay más que ver, hoy por hoy, los juegos poco sensatos que tienen lugar con las reglas (tributarias, financieras, fiscales, comerciales, etc.) como si estos cambios al sabor de circunstancias de corto plazo fueran inocuos. Si el actual gobierno, alcanzara un éxito significativo en el control de la pandemia, el riesgo de que la orientación decisionista se consolide será elevado. Los ejemplos históricos en contrario (como el de las sucesivas presidencias exitosas de Roosevelt que no obstante desembocaron en un cambio de crucial importancia en las reglas de sucesión presidencial) son raros.

        La cultura política argentina no deja mucho espacio para el optimismo, sin embargo; con frecuencia, como también acontece en otras democracias representativas contemporáneas, errores propios de policy justifican o crean oportunidades para ampliar el margen de discrecionalismo del Ejecutivo. En la presente conmoción sanitaria, las vacilaciones iniciales y los desatinos logísticos (cuestiones lamentables pero corrientes en cualquier parte) lo ejemplifican. Pero la otra cara de la moneda del decisionismo refleja la actitud vacilante de la oposición. Y no es por indolencia la falta de actividad que se percibe en la oposición como tal. Es suficiente examinar un poco la conducta de legisladores y políticos opositores para comprobar que no se quedan de brazos cruzados, que su labor es intensa. No es el aislamiento lo que ha impedido en estas semanas que se reuniera el Congreso, sino el aturdimiento, que se hace patente de un modo poco habitual en la escasez de reacciones institucionales (no individuales). El problema es que de lo que hagamos o dejemos de hacer durante la pandemia, dependerán en mucho las opciones que continúen abiertas en el futuro. Pero, el discrecionalismo del Ejecutivo es una de las fases que nos presenta el problema del poder; la otra se refiere a la condición de ciudadanía. La cuarentena es una restricción (por decreto) de las libertades – es un ejemplo de manual de que uno solo dispone de la libertad de todos. Pero, dada su naturaleza, dado su carácter urgente y necesario, puede ser percibido como expresando la voluntad de todos: uno expresando la voluntad de todos de restringir sus propias libertades; hay algo aquí intrínsecamente peligroso. Consideremos el siguiente ejemplo, que no es argentino, sino uruguayo (lo traemos a colación debido al apego uruguayo por las instituciones): una petición vehiculizada a través del sitio change.org para que el gobierno decretara la cuarentena obligatoria, que llevaba hasta el 22 de marzo más de cincuenta mil firmas: «Señor presidente, teniendo en cuenta la situación de salubridad crítica que atraviesa el mundo en este momento, así como el contagio exponencial del virus que se ha podido ver en otros países, le solicitamos que de manera urgente e inmediata decrete la cuarentena obligatoria como lo ha recomendado la Organización Mundial de la Salud (OMS), el Sindicato Médico del Uruguay (SMU) y científicos del mundo. Sabemos que unidos y con su liderazgo podremos superar este momento… Todos juntos podemos, pero necesitamos de medidas contundentes». En la bolsa de las “medidas contundentes” puede haber de todo, porque la tolerancia de la población a aceptar restricciones y obligaciones aumenta, y esto puede significar un cambio cualitativo en la condición de ciudadanía. Y esto nos conduce al tercer y último enfoque.

        Es clásico: el miedo. El miedo hobbesiano; hay por cierto afinidad electiva entre el miedo y el decisionismo, pero este es sólo un aspecto. La experiencia de la pandemia podría abrir la ventana a alternativas peligrosas: no se trataría apenas de un fortalecimiento de lo público, de las políticas públicas y sociales enderezadas a mayor ciudadanía e inclusión, y a mayor prosperidad y mejor capitalismo, sino a retóricas justificativas del Leviatán, del estado como poder lato, crudo y duro. Confiriéndole, frente a los ciudadanos, una potencia a la altura de cruzadas mundiales. Como en este caso: “la capacidad del Estado, fundamental y gran ganador para superar estas crisis globales, deberá ser puesta en promover un gran Green New Deal global… transformar la economía… salvar el planeta… la justicia ecológica y social juntas…”.

        Un Leviatán que, al mismo tiempo, pueda avanzar sobre vida de los ciudadanos instituyendo prácticas de sociedad de vigilancia al calor del desarrollo tecnológico que ya está a disposición de los gobiernos y las grandes corporaciones. No cabe duda de que no hay en la actualidad disposiciones gubernativas para establecer los tipos de control sobre los individuos que son ya dominantes en países tan diferentes como China o Corea del Norte, sin embargo, es importante no perder de vista que modalidades como el ciberpatrullaje y la siembra de cámaras digitales con alta capacidad de datos personales, son ya una posibilidad y autoridades de distintos niveles del estado podrían encontrarlas justificadas en el combate a la pandemia. Especialmente si actuaran en el marco de la pasividad o el respaldo de actores sociales o políticos. Pequeños hechos podrán ser juzgados como irrelevantes en el futuro o haber indicado tendencias.

Es sugestivo que la publicidad nos pida que, en tiempos de pandemia, escuchemos únicamente “Información oficial”. Pero, por otro lado, colocado el dato en una perspectiva histórica, sabemos que esto es típico de las guerras.

        El miedo le puede dar forma a muchas cosas, como a las políticas públicas, a los usos digitales, a los vínculos cotidianos. Eso se percibe notoriamente en los medios, lo que no es raro. Periodistas entusiasmados, como si se sacaran ganas acumuladas de indicarnos qué debemos hacer, que nos dicen que la pandemia va a dejar secuelas en el modo de tomar mate, en el modo de saludarse. ¿No se bailará más el tango? ¿Podremos seguir, algunos porteños, comiendo pizza en Pirilo? De amor no hablan, mejor así (es un silencio curioso, llamativo, elocuente). Pero lo cierto es que por lo menos hasta ahora, hasta los primeros días de abril, el miedo no es una presencia abrumadora. Y los argentinos somos rebeldes, no hay dudas, virtud o defecto, carecemos de un código interno de respeto a la ley. Aunque hay sondeos, no sabríamos si confiar en ellos o no, que dicen que el 60% en Buenos Aires tiene entre bastante y mucho miedo. Pero, ¿eso tiene sentido? Miedo a la pandemia tenemos todos, pero ¿se ha instalado entre nosotros el miedo como un modo de vida, de relación de todos con todos? Lo dudamos. Aunque no podamos hablar con un gran fundamento empírico. Si no fuera así, si estuviéramos atravesando la pandemia “sin miedo”, sería un éxito humano extraordinario. Quedará en pie un desafío del que Argentina no será ajeno: ¿seremos capaces de prevenir sin miedo y sin permitir que el miedo organice nuestras vidas otras pandemias posibles por nuestra interconexión global? ¿Caeremos en un nacionalismo de frontera cerrada (que es el más típicamente argentino, que no es expansionista) contra el mal que viene de afuera?

        Nuestra sociedad, creemos que es algo muy claro, está lejos de ser una en la que el gobierno de la ley predomina en base al autogobierno ciudadano, al autocontrol, a la disciplina social; lejos de eso, oscilamos entre modos despóticos de gobierno y la transgresión de la ley –como alguien dijo, somos individuos, más que ciudadanos-. No obedecemos al gobierno; pero tampoco solemos sujetarnos a la ley. No obstante, la actual experiencia de la cuarentena, al menos en las zonas urbanas que observamos, parece sugerir algo diferente: una combinación de sujeción voluntaria y transgresión moderada. ¿Qué ocurriría si el tsunami de la pandemia se convirtiera en un tsunami de miedo? Por de pronto, la responsabilidad de todos es sustraernos a él y no dar una respuesta en la que “todos” se convierta en una identidad, una identidad temerosa, aterrorizada. Bajo ropajes redencionistas, puede no estar oculta sino esta forma de miedo, el miedo que aparentemente nos une, pero en verdad nos separa, que erige obstáculos insalvables a la acción política entre los ciudadanos. Es la retórica del recomienzo de todo y del unanimismo, que ya conocemos (como la expresan Markus Gabriel o Pablo Wright): “Cuando pase la pandemia viral, necesitaremos una pandemia metafísica, una unión de todos los pueblos bajo el techo común del cielo del que nunca podremos evadirnos” (…) “La crisis actual desnuda la paradoja de la ideología moderna del individuo y del individualismo… Debemos comprender mejor la catástrofe planetaria desde una renovada poética colectiva”. Podemos entender el reforzamiento de las espiritualidades frente a las amenazas, pero si éste traspasa los límites del estado laico e invade la esfera de los individuos y se vuelca sobre lo político, se convierte en algo tristemente conocido.

       El efecto de la pandemia es cargar de dramatismo nuestro tiempo; como si todos los problemas –lo que constituye un peso que parece abrumador– se conjugaran y aceleraran y todas las decisiones nos golpearan la puerta al mismo tiempo (no es cierto, en ese sentido, que la coexistencia con la pandemia estribe en una procrastinación generalizada). Es muy probable que esto sea sólo aparente; pero no cabe duda de que mucho de lo que hagamos o dejemos de hacer hoy, en términos estrictamente políticos, ha de tener efectos de largo plazo. No podemos sustraernos a este imperativo. Por Vicente Palermo

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