CHARLY Y YO

23 de octubre, 2021

Con motivo -o pretexto- del cumpleaños 70 de Charly publicamos la crónica de Facu Soto acerca de su amor por Charly y como su ídolo de la adolescencia -y de la infancia- le abrió las puertas a la libertad.

Charly mirando la grabación del recital presentación de «Yendo de la cama al living» en Ferro, con Badía, Daniel Grinbank y Renata Schusseim en los estudios de televisión.

MI AMOR POR CHARLY

Junio de 1982: La guerra de Malvinas había terminado. La carpeta con hojas blancas, tapas duras forradas con cartulina verde, con recortes periodísticos sobre Malvinas adentro era –todavía- algo vivo, algo del presente; aunque hacía unos días: la guerra había terminado. Yo tenía 10 años y en las radios pasaban rock nacional todo el día: Raúl Porchetto, León Giecco, Serú Girán, Juan Carlos Baglietto, Spinetta Jade, entre otros. Después, en diciembre, se anunciaba el recital de Charly en Ferro, presentando “Yendo de la cama al living”, que era uno de los primeros artistas locales que tocaba solo en un estadio de fútbol, y se vivía como si llegaran marcianos a nuestro planeta. Veía la publicidad en canal 9 y lo esperé durante días; no hacía más que pensar en esas imágenes recortadas que veía en la publicidad: Charly vestido de rosa, con los anteojos cuadrados y una ciudad de cartón en el escenario a la que le llegaban rayos de colores. Por fin llegó el día. Estaba en la casa de mi abuela, con las puertas del living cerradas para poder escuchar mejor el recital, nervioso frente al televisor, no quería que se me escapara ningún detalle. Apenas conocía un par de canciones que había escuchado en la radio pero Charly tenía algo que me atraía como un imán. Sentía que tenía algo para decirme y no podía mirar para otro lado. Cuando mamá (que era maestra de colegios primarios y le gustaba Palito Ortega) después de golpear varias veces a la puerta, logró entrar. Se sentó a mi lado con cariño y expectativas de poder compartir el recital juntos (papá estaba en la cancha viendo a River), pero cuando empezó a prestarle atención al concierto me dijo, primero preocupada y con calma y después a los gritos: “¿Ese putazo te gusta, hijo? Es un mal ejemplo para la juventud”. Me negué a apagar la tele y forcejeábamos frente a la perilla del aparato, hasta que logré pegarme frente al televisor y disfrutar de lo que quedaba del show; aunque me había hecho llorar y la discusión me había estresado; pero Charly estaba ahí, cantando, bailando y diciéndome cosas que no alcanzaba a entender del todo, pero que me quedaban resonando en la cabeza.

Dicen que cada vez son más rápidos los cambios adaptativos en el ser humano, así como se prolonga el ciclo de vida en las personas, y parece que es cierto (que lo único que no cambia es el cambio) porque tres años más tarde mamá me había dado la plata para ir al Luna Park y sacar la entrada más cara, la platea, para vivir la experiencia inolvidable de la presentación de “Piano bar”, con una puesta en escena increíble: bailarines maquillados (Los Peinados Yoli con Jean Fransoa Casanova, bajo la dirección artística de Renata Schussheim). Como a Javi, mi amigo al que también le gustaba Charly, no podía ir por un compromiso familiar, accedió ella misma a acompañarme. Fuimos también con mi hermanita, mi papá estaba otra vez en la cancha viendo a River, pero a mí no me importó, porque mi objetivo estaba cumplido: ver a Charly por segunda vez en mi vida, en vivo.  Para mi sorpresa, mamá cantó y bailó parada casi todo el recital; claro, se sabía las letras (también las de Los abuelos de la nada) porque yo ponía “Piano bar” todo el día y toda la noche, en casete.

Volviendo al recital de Ferro, que vi en la tele, me impactó de una manera increíble, dejándome una huella indeleble para toda la vida. Era un éxito tras otro y mi mente y mi cuerpo no alcanzaba a acopiar tanta información que perfumó mis horas posteriores; cuando estaba en el colegio, andando en bici o en la pileta del club, mi mente reproduciéndome las imágenes del concierto de Charly en Ferro.

Cuando lo vi, esa noche de verano, en la casa de mi abuela, sobre el final, recuerdo que ya no me importaba nada y saqué la tele al patio –estaba sobre una mesita de madera con rueditas- y subí el volumen de una manera inusual, aunque ya eran más de las 12 de la noche; era rara que un chico de 10 años estuviera despierto a esa hora, pero –obviamente-  yo no tenía sueño; quería seguir mirando y escuchando ese show que terminó con el bombardeo a la ciudad de cartón que habían montado sobre el escenario. Fue increíble.

Después fui a la disquería y le pedí “el último de Charly García”. Años después, leyendo el libro de entrevistas de Daniel Chirom me enteré que a Charly le pasó lo mismo cuando fue a pedir el disco de los Beatles. Nos preguntaron: “¿El simple o el doble?”. Yo pensé que venían separados y preferí el simple, o sea “Yendo de la cama al living” y después, otro día, volvería para comprarme la otra parte (desconocía que “Yendo de la cama” y “Pubis angelical” venían en un solo casete). Todavía guardo ese casete con el papel duro de la tapita, tipo cartulina, donde están los temas y la ficha técnica de la grabación, con la frase de Pete Townshend que citó en su interior: “Si grita pidiendo verdad en lugar de auxilio, si se compromete con un coraje que no está seguro de poseer, si se pone de pie para señalar algo que está mal pero no pide sangre para redimirlo, entonces es rock and roll”. Con el paso del tiempo, ese disco, por la luz que me irradiaba, no solo desde la cinta con las canciones, sino por la foto de tapa, la contratapa –que también fue un pin que llevaba en el guardapolvo blanco del colegio- se volvió como una estampita, una esfinge, un ángel protector y salvador que atesoraba los momentos de aquella época y también algún secreto que compartí con mi mejor amigo de la primaria, y ahora no quiero contar.

Hablo de Javi, que tenía un equipo de música moderno, con dos parlantes tipo torres y arriba una bandeja para pasar discos. Él se había comprado “Yendo de la cama…” pero completo, es decir con “Pubis angelical”. Pasamos tardes enteras, en un verano caluroso donde afuera –que no se podía ni salir del calor que hacía- escuchando una y otra vez ese disco, los dos acostados en el piso, boca abajo mirando el álbum, las fotos, leyendo y analizando las letras de “Yendo de la cama…”. Uno de esos días, de calor sofocante, después de haber tomado la merienda –Neskuik y galletitas anillitos de colores- volvimos al piso y después de poner “Pubis angelical”, agarramos un cuaderno, dos lapiceras con tinta y le pusimos las letras a las canciones del disco instrumental. Ese disco es un objeto mágico, para mí, que todavía hoy escucho con frecuencia.

Cuando me enteré que estaba por salir “Clics modernos” iba todas las semanas a la disquería a preguntar si había salido el disco, hasta que por fin salió. Yo había escuchado un adelanto en Radio Show AM, un programa de radio que se emitía por Radio del Plata, de lunes a viernes, a la tarde; lo escuchaba mientras hacía la tarea en el living de mi casa. Grabé, nervioso que no se me perdiera nada, el adelanto del disco y el reportaje que le hicieron a Charly (todavía conservo el casete y se oye perfecto), así como también, unos meses antes, seguía un mini programa que recorría la historia de Charly titulado: “¿Quién es en verdad Charly García? Lo aman y lo odia, y le piden más”, decía la cortina del programa.

Cuando me enteré que presentaba “Clics” en el Luna Park dije que quería ir a verlo. No recuerdo que mamá se haya opuesto. Me llevó mi tía, que había sido hippie, con su nueva pareja, es decir mi tío. En su casa había pilas de discos, que yo agarraba, abría y observaba con detalle las tapas que se abrían como si fuesen libros ilustrados. Me encantaba esa estética, los moldes de las letras que llevaban el nombre del grupo, los sobres internos con las letras y las fotos de las contratapas. Pasaba largas horas sentado sobre almohadones, mirando sus discos. Entre ellos recuerdo “Adiós Sui Géneris I y II”, ¿cómo olvidarlo? Con solo ver las fotos me imaginaba los sonidos y las canciones. Mi tía también tenía discos de Yes, Génesis, The Beatles, Bee Gees, y Sandro. El simple de “Alto en la torre” lo recuerdo con claridad; por una historia que armé en mi cabeza con el título. Aluciné un hombre en una torre alta y transparente, que pasaba discos. Abajo la gente bailaba y de tanto bailar e intercambiar energía se volvía loca; me divertía esa historia.

Cuando llegamos al Luna Park fue increíble. No podía creer tanta gente haciendo la cola en el estadio, que daba la vuelta manzana. Mis ojos brillaban. Mi tía me acariciaba la mano al verme emocionado y yo no hablaba; no me salían las palabras. Solo abrí la boca cuando mi tía me preguntó, frente al vendedor que se detenía frente a nosotrxs: “¿La vincha, la remera o las fotos? ¿Qué se llevan? Me compraron una remera azul, del tamaño más chico que había, porque yo todavía no había cumplido los 12 años, con la foto de la contratapa de “Yendo de la cama” estampada adelante, donde se lo ve a Charly con la guitarra colgando de costado, un reloj cadena antiguo entre la remera y el saco, y con un sombrero con el que se tapaba la cara y no deja ver su bigote bicolor. Nosotros estábamos por entrar a la última función, la que grabaron en video, el lunes 19 de diciembre de 1983, y también vendían fotos de las fechas anteriores, es decir, del viernes 16, sábado 17, y domingo 18. Elegí una, donde está vestido con un traje blanco –en las cuatro presentaciones se vistió de la misma manera- frente al piano y el sintetizador encima (por supuesto que todavía conservo esa foto, más otras que me compré después).

Cuando tocó con el piano y el velador “Necesito”, “Rasguña a las piedras” y “Peperina”: yo no lo podía creer. El sonido del piano -y la voz de Charly- reverberaban en el estadio como si tocara y cantara para mí solo en el living de mi casa. Me emocioné hasta las lágrimas. Miré a mi tía -que también estaba emocionada- y me abrazó. El recital terminó con globos de colores que caían del techo resultando una noche mágica, maravillosa devenida en una fiesta. Después, mientras salíamos del estadio, mis tíos deliberaban si íbamos a algún Pumper Nic –cadena de locales de hamburguesas tipo Mc Donal’s pioneras en desembarcar en la Argentina, con destellos de modernidad-  o comíamos una pizza a la vuelta del Luna Park. Lo único que atiné a decirles es que quería saludar a Charly, cosa ilógica e irrisoria a la vista de nuestros días. Fuimos a comer pizza y volvimos. La calle Beauchard estaba llena de camiones donde cargaban los equipos de luces. Las puertas estaban abiertas porque los hombres entraban y salían con todo ese peso sobre sus hombros. Miré a mi tía, que estaba sujetada por el hombro de mi tío, y me sonrió asintiendo con la cabeza. Disparé como una rata y me metí entre esos hombros. El estadio estaba vacío. Caminé hasta el escenario y un hombre grandote, desde abajo me ayudó a trepar por los caños hasta llegar arriba del escenario, donde una mano extendida tironeaba para que yo subiera. En pisar las tablas me sorprendí al ver una televisión en un extremo y frente a ella, donde pasaban el show que habíamos vivido hacía unas horas, a Charly (todavía vestido íntegramente de blanco) sentado como un indio frente a la tele, tomándose las rodillas con los brazos y un par de músicos al lado de él. Se me acercó una chica, hoy sé que fue Fabi Cantilo y me preguntó cómo me llamaba y cuántos años tenía. Recuerdo que me dijo: “Qué chiquito… Te llamas como él. Él se llama como vos”, me dijo señalándome a uno de los hombres que estaban sentado alrededor de Charly; también había algunas personas paradas detrás de ellos mirando el show grabado. Fui preparado, porque saqué del bolsillo de mi campera de jean una libretita y una birome. Me acerqué a Charly y con nervios pero con decisión seca le dije: ¿Me firmás? Charly levantó la cabeza, agarró la libretita y me firmó un autógrafo. Me quedé un rato, no mucho, observando como miraban el show, todos en silencio escuchando y después me fui acordándome que mis tíos me estaban esperando afuera. Fue una noche increíble y mágica, que al llegar a casa no pude dormir en toda la noche, envuelto en emociones y recuerdos de todo lo que había vivido.

Por aquellos años pasábamos el verano (diciembre, enero y febrero) en la quinta que mis xadres tenían en General Rodríguez, donde la radio, con parlantes, siempre estaba encendida y se escuchaba de fondo cuando nos metíamos a la pileta. En una de esas tardes de enero empezó a sonar el recital de Charly en el Luna, en la radio, sin quitar las partes donde Charly hablaba y que yo recordaba perfectamente. Corrí hasta la cocina y agarré de una caja de zapatos, tomé el primer casete que vi, y apreté REC-PLAY. No podía creer que estuviera al borde de la pileta, tomando sol, con mi primo Claudio –al que amaba, con el que salía a andar en bici y nos chupábamos los penes- y reviviendo el recital de Charly. La emisión del recital estaba pisada con publicidad de cerveza Quilmes. Eso era la felicidad.

El diariero le llevaba a mi abuelo, todos los días, el diario Crónica. Mi papá compraba Clarín. Y mi abuela todo tipo de revistas irrelevantes, desde Selecciones, hasta TV Guía, Antena, Radiolandia 2000, y Gente, entre otras. Esa fue la primera fuente de archivo que fui configurando, sin tener conciencia de lo que estaba construyendo, solo por el gusto de leer lo que decía Charly en los reportajes, que me atrapaba porque parecía venir del futuro; también decía cosas como: “No hay que tener miedo al fracaso”, “Charly presidente”, “El tango según Pink Floyd”, “Quiero un poco de energía”, “No sé si algún día podré dejar el rock y su filosofía de honestidad, sueños, la búsqueda de una verdad”, “Los argentinos no necesitamos ni líderes, ni ejemplos, ni moral ni nada: Sólo a animarse a hacer lo que tenemos ganas de hacer”. Eran verdaderas revelaciones, anticipaciones o gritos de alientos para el momento que estábamos viviendo, donde había más prejuicios que ahora, mucha discriminación –de todo tipo- y mucha falta de respeto por las diferencias.

Al poco tiempo empecé a comprar revistas especializadas (Pelo, Toco & Canto, Cantarock, Rock and Pop) y era una alegría esperar los primeros días del mes para pasar por el kiosco de revista y llevarme el nuevo número de Pelo, y por supuesto, ver si había salido algo de Charly. Esto me permitía estar informado e intercambiar información de música, después cine, teatro y literatura, con mi amigo Javi, que sus padres compraban la Humor, SexHumor, El Porteño, Crisis y otras donde de vez en cuando también aparecían notas de Charly. Ese canal, de comunicación con el mundo artístico me sacaba de la cotidianidad de mi casa, donde los disturbios familiares instalados, eran un bajón. 

Los domingos iba con mi amigo Santiago a los puestos de libros y revistas del Parque Rivadavia a revolver todo, hasta encontrar alguna joya que creíamos perdida. Así fue que conseguí la revista Periscopio donde había una ilustración de Charly en la tapa, y al pie decía: “¿Ídolo o qué?” o la Expreso Imaginario con Serú Girán en la tapa. En esa época no me regocijaba pensando que tenía incunables como las primeras planas del diario Crónica con titulares catástrofes: “Detuvieron a Charly García: Se bajó los pantalones, hizo gestos obscenos e insultó al público durante un recital en Mendoza; también causó destrozos en un hotel”. “Charly García se desnuda frente a Crónica: Niega acto de obscenidad y acusa: ‘Me torturaron’. “Escándalo en recital de Charly García: Fue detenido por obscenidad en Mendoza y luego liberado”. 

Después llegó “Tango”. Yo estaba en Brasil con mis padres y hermanas disfrutando del carnaval carioca cuando leí en Clarín que salía el disco y fui corriendo a una disquería a pedirlo. Obviamente, no estaba y lo único que hacía era preguntarle a mis xadres cuándo nos volvíamos, porque se estaban por poner en venta las entradas para la presentación del maxi-sencillo disco en Palladium en mazo en Palladium. Fui un día antes de mi cumpleaños (29 de marzo, 1986) con mi primo Claudio, muy temprano a la tarde y vi salir a Charly junto a un hombre gordo y de rulos que lo escoltaba del lugar. Me le acerqué y frente a mi fanatismo y mi temprana edad Charly apoyó su brazo sobre mi hombro y así caminamos casi dos cuadras, charlando. Me contaba que iba a descansar a un hotel y que después volvía relajado para dar un buen show a la noche. Que la prueba de sonido había salido bien y que esa noche: “Iba a matar”. No recuerdo qué fue lo que yo le decía, pero sí lo que él me dijo: “Woow cuánta pasión, man. Bueno, nosotros doblamos para allá, y me dio la mano con el pulgar extendido hacia arriba, como se estilaba saludar por aquellos años”.

Siempre que lo vi, Charly fue muy amable conmigo, y creo que con todxs lxs fans que se le acercaban y le tiraban buena onda, porque en definitiva –creo- que le dedicó su vida entera a los fans, que después llamó aliados.

Cuando presentó “Parte de la religión” en el Gran Rex fui a tres funciones seguidas, siempre en la platea, en las 5 primeras filas, y a la salida me acerqué a la mamá, Carmen Moreno, que hablaba con otra señora. Mi amigo, con el que había ido, me esperó a un costado. Me presenté respetuosamente, yo tenía 15 años y todavía era virgen, le conté mi fascinación por la música y los mensajes de libertad de Charly. Le pedí amablemente su número para poder hablar, algún día. Y fueron varias y largas las charlas que mantuvimos por teléfono, incluso atinó a ser mi aliada cuando un día le dije que estaba por ir a la casa de su hijo para visitarlo. Me dijo: ‘Esperá que lo llamo y te digo si está, llamame en diez minutos’. A los diez minutos exactos la llamé y me dijo que estaba durmiendo, que intentara al día siguiente, ‘porque cuando duerme le pega de largo’; recuerdo que era un día de semana a eso de las tres o cuatro de la tarde.

Lo seguía a lugares pequeños donde me enteraba que iba a tocar, como La Capilla, un antro del pop-rock de los 80, que había sido una iglesia y por aquellos años se había convertido en un lugar donde tocaban grupos como Los Twist y Los Encargados. Una noche, que en casa festejaban el cumpleaños de mi papá, me enteré que la agrupación Parisi- yo sabía que era un grupo que tocaba jazz y swing con Pipo Látex (Cipolatti), Daniel Melingo, Camilo Lezzi y Charly, entre otrxs-. Le di un beso a cada invitadx que estaba en casa y me fui corriendo, sin esperar que papá soplara las velitas de la torta, para ver a Los Parisi. Era julio y hacía mucho frio. Fui solo y esperé mucho tiempo en la puerta hasta que abrieron y nos dejaran entrar. La sala donde tocaron era pequeña, el escenario me llegaba al pecho y estábamos todxs paradxs; no habría más de cien personas, o muchas menos. Tocaron más de dos horas temas instrumentales, con partituras puestas en sus respectivos atriles. Charly sentado con la guitarra eléctrica y las notas enfrente, estaba de excelente humor. Tocó melodías populares mientras fumaba sonriente y hablando con la gente. Cuando salí lo vi caminando por ahí junto a Fabi Cantilo, que estaba espléndida, no paraba de reírse de todo. Charly llevaba una camisa con las mangas cortadas y deshilachadas, donde dejaba ver un montón de pecas y manchas blancas en el brazo y parte de la espalda, cuando se la quitó para secarse la transpiración con una toalla blanca.

En la Feria del libro donde se presentaba el libro de Osvaldo Marzullo “El rock en la Argentina” hubo un amucheo de fans. Logré estar al lado y sacarle fotos, muy de cerca, con una vieja cámara póket con rollo a color. A la salida, mientras él caminaba junto a Raúl Porchetto para ir a tomar algo a La Biela (eso llegué a escuchar que decían mientras firmaban libros) me le acerqué y apenas me vio me dijo: “A vos te veo en todos lados”. Yo no lo podía creer. Una persona religiosa podría decir: “Fuiste bendecido”.

Llegaron los 90 y empecé a frecuentar otros lugares. Conocí el Centro Cultural Ricardo Rojas, -donde varios años después coordiné los cursos del “Laboratorio de Literatura Gay-Queer”-, Cemento, Gaia, el Parakultural.  Una noche estaba bailando con mis anteojos negros en El Dorado con dos amigas: Florencia y Gabriela, y lo vi entrar con dos chicas. Bailaron un rato y se fueron enseguida. Sentí una emoción fuerte pero no salí de mi eje, seguí conectado a la música que estaba escuchando y bailando, percibiendo su energía, pero sin la necesidad de acercarme más. Fue en ese momento que me di cuenta que lo quería como siempre, pero que algo había cambiado. Me había vuelto fan de The Clash, Los Ramones, y sobre todo de los Pixies.

Un domingo de verano, me vestía apurado para tomar el colectivo que me llevaría del departamento de Almagro donde vivía solo –¡por fin!-, en uno de los últimos pisos del edificio, que queda al lado del Joaquín V. Gonzalez, para ir a jugar al fútbol con mi amigo Martín (cantante y guitarrista de Loch Ness –hoy trabaja de camarero en España-) al campito que está enfrente de Plaza Francia, en Recoleta. Pero antes de salir abrí el placar y saqué dos de las siete carpetas que tenía encuadernadas con folios de plástico para conservar cada nota de Charly, y las guardé en un bolso de tenis amarillo, Adidas; pesaba mucho. Tomé el 92 y me bajé en Coronel Díaz y Santa Fe. Le toqué timbre. No salió nadie. Se me hacía tarde para el partido y tenía muchas ganas de jugar. Intenté con el botón del portero eléctrico del piso 5°. Me atendió Migue, su hijo. Le dije que tenía dos carpetas llenas de reportajes, notas y recortes de Sui Géneris y La Máquina de Hacer Pájaros. Le dije brevemente que ya no me correspondían, que eran de su papá. Migue me dijo que en ese momento estaba ocupado, pero que pasara al día siguiente que las iba a recibir con todo gusto. Al día siguiente no pude ir. Yo trabajaba como Acompañante terapéutico, también haciendo entrevistas y desgravaciones para una revista de arte (recuerdo que por esos días había entrevistado a la galerista Ruth Benzacar) y estudiaba psicología. Volví como a las dos semanas. Charly no atendió el portero y Migue tampoco. Cuando me estaba yendo vi salir al encargado del edificio. Le dije que tenía unas cosas para Charly. Se mostró amable y me dijo que me quedara tranquilo que apenas lo viera se las daría. Creo que yo quería cerrar una etapa de mi pasado para comenzar otra, pero no se puede borrar la historia.

Todos los días escucho algún tema o leo un pedacito de reportaje de Charly, y su imagen en fotos me ilumina, como la foto de la tapa de la revista La Nación de 1984, que está enmarcada y protegida con vidrios en mi consultorio, acompañándome; como siempre lo hizo. De vez en cuando me despierto a la mañana y me acuerdo de esas carpetas y no puedo evitar sentir unos retorcijones de estómago. Creo que no me arrepiento de nada en mi vida. Que todo lo que hice me sirvió para ser el que soy. Mi amor por Charly pasa por una identificación inmensa, que llegó hasta la confusión, que encontró la claridad. Fue –y es- un referente, un abre caminos, un guía espiritual, un amigo y sobre todo una compañía inmensa.

Por Facu Soto

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